23 de julio de 2007

nuevo relato

LEFTOVERS

Soy un pierdepalabras. De un tiempo a la fecha, las palabras escapan de mi control. He extraviado algunas sin querer, justo en el momento en que el miedo al compromiso sugiere que busque una excusa o la puerta de salida. He dejado por ahí el «______» que habría hecho distinta mi historia sentimental o ese «_______» que nunca pude recuperar. Algunas otras, no puedo decir cuáles y cuántas, las he perdido por la mañana, camino al baño para lavarme los dientes después del desayuno. Creo recordar que eran palabras frescas, tibias, matinales y sonrientes que ya no podré enunciar ni escribir.
Hay otras palabras que no supe si quedaron atrapadas en el tráfico matutino o en los entresijos de una borrachera de fin semana en la que se confundían con otras, vertidas en la mesa de un grupo de amigos y conocidos que se engolosinaban en una verborrea interminable.
En esos momentos pensaba, con cierta preocupación “ahora, ¿cuál fue?”. Para evitar la pérdida hacía cadenas relacionales que a veces funcionaban pero las más no. Odioba cuando mi plan fallaba porque no sabía qué había perdido: ¿un sustantivo que marcaba el beat? ¿un adjetivo ideal para los días tristes que se avecinan? ¿el final de una frase? ¿la metáfora completa para explicar una situación en particular? Siempre quedaba la maldita duda de cuál era la palabra, ¿cuál?
Lo preocupante es que no sólo perdía la palabra en sí, sino que también todo el abanico semántico que la acompañaba. Eso es lo que duele. Perder un árbol de asociaciones que tanto costó cultivar y ver crecer. No hubo poda. Simplemente fue algo que se cortó de tajo y ese jardinero tan hábil que es la conciencia no se dio cuenta. Así que «______», «______» y «______» son palabras que ya no podría ligar a un recuerdo, a algún acontecimiento real o soñado. Freud lo llamaría _______________.
Algunas veces me pregunto ¿en qué lugar estaba cuando las perdí? La rememoración no es mi fuerte, tampoco poseo el poder de la invocación. Mi lista de ausencias es larga, aunque, golpe de realidad, no estoy seguro de ello, así que esta impresión es simplemente una percepción personal. ¿Cuándo la escuché o vi escrita por primera vez? ¿Capté su significado de inmediato o tuve que pedir explicaciones? ¿La busqué en aquel destartalado diccionario que me acompaña desde niño? ¿En qué contexto la empleaba? ¿Era un anglicismo? ¿Un término de moda? O tal vez era alguna de esas palabras que he adoptado de otros idiomas y que molestan de sobremanera a ciertos puristas del lenguaje.
Me encantan las palabras que la gente inventa, que recrea con ciertos errores, que filtra a través de los sentidos, que comprimen la esencia de una época, que descompone y recontextualiza con o sin fortuna aparente; si me seducen lo suficiente, las agrego a mi lista de palabras en uso; en ocasiones, incluso les doy una nueva acepción, ¿es esto algo correcto? Demasiadas preguntas.
Empecé a echarle la culpa al trabajo, a esas horas en las que sólo hablaba y hablaba frente a un grupo de personas desinteresadas por la vida y, sobre todo, de mis palabras. Intuía que las estaba desperdiciando inútilmente. Una a una las decía pensando que algunas de ellas no encontrarían la ruta de regreso a mi olvidadiza mente. Yo no quiero ser ni convertirme en un personaje lacónico, ensimismado, con el fracaso en la punta de los labios al ser incapaz de articular ya sea una simple conversación en un bar de putísima madre o de escribir un mensaje con cierta coherencia en un e-mail intrascendente.
Entre pérdidas y olvidos, lo grave e incómodo de la situación me ha hecho recapitular y tratar de entender el problema. Al revisar mi historia familiar, descubrí que estoy condenado a este olvido. La genética es, todavía, tan determinista que da miedo pensar que, a pesar de las críticas y burlas de la comunidad científica, lo dicho por Edward O. Wilson es cierto. Aunque tampoco, lo reconozco, ayuda gran cosa el hacer un recuento de todo aquello que ha podido colaborar a lo largo de los años, algo que ya no tiene caso mencionar o discutir (el pogo pendenciero, la práctica deportiva de lanzarme desde las bocinas de aquel punkie club, el desafío no ganado a esas escaleras de caracol y ese piso de cerveza, el quiebre de mis rodillas, el golpe químico que le asesté en aquel periodo veraniego al hemisferio gauche, la trabazón sicológica del momento, la simple ofuscación o el no hacer caso a los consejos de mi abuela).
A veces, en un intento por atraparlas, recopilaba una y otra vez algunas palabras que, sin saber por qué, devenían en un fetiche. Son palabras que me representan, configuran, me animan a seguir nombrando al mundo. Sin ellas, éste se reduce, la imaginación muere, mi entendimiento se fractura y yo mismo tiendo a la desaparición. Perder palabras es, pues, un peligro para mi propia permanencia.
La alternativa fue comprar palabras de otros. No buscaba palabras complejas, altisonantes, rimbombantes o rejegas, sino que fueran familiares a aquellas con las que había crecido o que me hicieran evocar de cualquier manera e intensidad posible lo que no quería perder: los recuerdos de mi infancia que incluían tanto las vivencias más significativas que compartí con los míos como los rasgos y actitudes de esos buenos amigos de colegio que nunca más volví a ver, la capacidad para describir hasta el menor detalle mis lugares favoritos de cualquier periodo de mi vida, la complicidad implícita en largas pláticas telefónicas, la fascinación expresada en las primeras fiestas vivafamiliares, el flujo imparable de tópicos abordados en el transcurso del vuelo a otros lugares en los que entendí de qué se trataba el vivir conectado con todo, la sana apertura frente a lo desconocido, el ritmo verbal del hip hop de la vieja escuela, la elocuencia de mis autores favoritos y sus chulísimos juegos de palabras, los hallazgos fortuitos en una ciudad como esta.
Intentando remediar un poco la situación, empecé a entrar a subastas por Internet, esperando hallar tecnicismos, neologismos, jerga de moda, arcaísmos que ya nadie quería. Todo lo anterior me servía (aunque eso sí: yo no quería eufemismos sino palabras crudas, no triviales, angulares). Luego, cuando no fue suficiente, las robaba de revistas extranjeras a las que estaba suscrito y de canciones pop que nunca fueron éxito, esperando que sus dueños no se dieran cuenta y me obligaran a regresárselas. Necesitaba muchas porque perdía a diario un buen monto como aquel pésimo jugador que dilapidaba la herencia familiar en un casino de indios muy lejos de los suburbios.
Estoy haciendo todo lo que creo posible para evitar el miedo a hacer el ridículo en mi vida publica, de que algo falle, de que mi mente no conecte y se disperse: una lista de palabras favoritas, pequeñas tarjeta para sacar en casos de emergencia, un catálogo de términos obligatorios en mi vocabulario, una cartografía sentimental. Sin embargo, he de reconocer que mi memoria es mala, me traiciona a cada rato. No confío en ella ya que he olvidado el nombre de algunas cosas que algún día fueron muy importantes, el segundo apellido de mis mejores amigos, parte de mi álbum genealógico, el estribillo de esa canción surf que tanto me gusta, el password de mis cuentas bancarias, el apelativo cariñoso con el que llamo a mi chica. Palabras, cadenas de letras, denotaciones y connotaciones que no regresarán, que se han perdido en un área revuelta de mi cabeza que sólo atina a exclamar un «este...» a medio camino entre el tartamudeo y el desfase nervioso.
Entre pérdidas y olvidos, lo grave e incómodo de la situación me ha hecho recapitular y tratar de entender el problema. Al revisar mi historia familiar, descubrí que estoy condenado a este olvido: soy una fotografía con zonas muy difuminadas. Aunque tampoco, lo reconozco, ayuda gran cosa el hacer un recuento de todo aquello que ha podido colaborar a lo largo de los años, algo que ya no tiene caso mencionar o discutir (mi pasión por el pogo y esa afición por lanzarme desde las bocinas de un legendario punkie club, «______», el desafío no ganado a esas escaleras de caracol y el piso cerveza de aquel refugio universitario, el quiebre de mis rodillas, el golpe químico que le asesté en aquel periodo veraniego al hemisferio gauche, la trabazón sicológica del momento, la simple ofuscación).
Mis palabras perdidas se parecían a otras pero las mías eran, creo, distintas. A lo mejor eran las mismas, pero, sin embargo me gustaban más. Perderlas es una renuncia sensible que ya no quiero aceptar tan fácilmente. Tengo el imperativo de recuperar, de reencontrarme con ellas desde un marco familiar. Extrañarlas me desestabiliza, tomar otras aunque sean las que generosamente me regalan mis amigos —efrenismos, minervismos, ejivalismos, pesinismos que uso con frecuencia— eso es enfrentar a la imposición de un sentido ajeno, lejano. Quería encontrar esas que tuvieran el tono, la melodía, la cadencia perfecta para representar mis estados de ánimo y las sensaciones más íntimas.
Hoy ya no quiero volver a ser el fabricante de frases felices y oportunas. Ahora escribo todos los días para combatir su olvido, evitar la pausa trágica en la que nunca aparecen. El tartamudeo ha dejado de ser gracioso y hasta mi pronunciación se torna defectuosa, convirtiendo esto en algo cada vez más doloroso, como ese lento transcurrir de los tiempos muertos en los que, a pesar de todo intento, nunca dejamos de ser ni estar.

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